En marzo de 2011 me fui a vivir fuera por primera vez a Studland, un pueblo recóndito y aislado del sur de Inglaterra. Desde entonces no he vuelto a casa por más que breves periodos de tiempo, ni tengo pensado hacerlo. Viajar es un camino de ida. Después del rural sur británico, mi Erasmus tardío, pasé a Londres. Luego un año en Madrid. Siempre lo pasé bien. Creo que la felicidad depende mucho de la actitud. Hay gente que sufre. En estos años he visto más de un calendario con los días tachados esperando el día del regreso. Obviamente, estando fuera, se extrañan muchas cosas, o más que cosas, momentos. Pero no me fío de los que tachan los días del calendario. ¿Qué probabilidades racionales hay de que las personas más compatibles, los lugares más estimulantes o la cultura que más aprecias se conformen en un radio de 100 kilómetros de donde naciste? Cuestión de hambre. Buenos Aires me quitó el hambre y es difícil de explicar.

Al encontrarnos con alguien desconocido tendemos a buscar los lugares comunes donde sentirnos seguros. Estos lugares comunes se basan en conocidos en común, experiencias similares o aficiones, sobre todo aficiones. Con estas suelo tener problemas. Puedo conversar de casi cualquiera de ellas, pero no me apasionan los clásicos (cine, música…). Si tuviera que contestar sinceramente a que es lo que más me gusta hacer, la respuesta, aunque inconcreta, sería «hablar». Y en Argentina se habla sin parar. De todo. Cuando hablo con europeos de cómo es Argentina siempre digo lo mismo: el argentino es una mezcla casi perfecta de español e italiano, con todo lo genial y todo lo terrible que eso conlleva. Pero no la mezcla de un italiano o de un español cómodo, próspero, adormecido: el argentino es la máxima expresión de la actividad. El argentino exagera, el argentino es victimista, el argentino es histriónico, el argentino no pierde ni un segundo de su vida en aparentar falsas modestias.

Argentina puede ser portada de los periódicos de medio mundo por no pagar la deuda, por una ola de saqueos o por casos de corrupción, pero nadie lo notará en las calles. Son completamente impermeables a lo presuntamente sustancial. La crisis es su medio natural. Sin embargo, y aquí viene lo mejor, el argentino tipo vive cualquier situación cotidiana como si fuera la última. Cortoplacismo y vivencia del momento llevados al límite. Es imposible aburrirse. Tengo tendencia a dejarme influir por el medio que me rodea. Y Buenos Aires me activa. Compaginar trabajo, estudios, hobbies y una gran vida social con dormir 8 horas es el día a día. La esperanza de vida indica el tiempo medio que viven los ciudadanos de un país, pero deberíamos inventar un parámetro que muestre lo que se vive realmente. Ahí Argentina no tendría rival. Un mes en Argentina equivale a varios meses en otro lugar. Todo es más rápido.

En cuanto te alejas de capital, empiezas a sentir la animadversión al porteño. Al salir de Argentina, el resentimiento contra el argentino es palpable en toda Sudamérica. Tan pueril como lógico: a todos nos caía mal el compañero de colegio que siempre estaba feliz, al que todo le salía bien. Este año en Argentina me permitió conocer otras ciudades en otros países y, sobre todo, otras culturas. La comparación es muy cruel. Quizás México se le resista, pero no lo conozco.

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Antes de venir me preocupaba la inseguridad. Un año después, sin problema ninguno por suerte, creo que no es mucho mayor a la de cualquier gran ciudad. Los dos saltos culturales más fuertes son otros: la desigualdad de clases y el misticismo. Es horrible habituarse a saber que hay gente en muy malas condiciones no tan lejos de un barrio exclusivo. Quizás esta desigualdad es la que hace que casi todos los argentinos crean en algo superior e irracional. Ya sea Dios, el horóscopo, los astros o cualquier expresión mística. El pobre necesita algo a lo que agarrarse. El rico necesita dormir por las noches.

La ciudad de los teatros, la ciudad de los kioscos 24 horas, la ciudad de los autobuses de colores, la ciudad de la locura por el fútbol, la ciudad de las cafeterías y de las heladerías, la ciudad en la que los aires acondicionados te escupen por la calle, la ciudad en la que se fuma en cualquier lugar aunque esté prohibido, la ciudad de la gente neurótica, la ciudad que no se para. No creo que fuese capaz de vivir en Buenos Aires para siempre, o al menos no como este año: el caos es difícil de resistir. De lo que si estoy seguro es de que si te gusta vivir, te gustará Buenos Aires: es la ciudad más divertida del mundo que habla español.

Y por eso, continuará.

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